La larva de la corrupción
Hemos visto el poder omnímodo; el sexo cutre y machista; la disponibilidad de ser una agencia de colocación, a cargo del Estado, para pagar favores indecentes y, sin duda, el estar por encima de otros a los que humillar
No voy a entrar, por desconocimiento, en la cuestión de la maldad intrínseca del ser humano. Bastante vienen debatiendo desde hace siglos filósofos, criminalistas o ... psiquiatras, entre otros muchos expertos de diversos flancos profesionales y académicos. Sí sé, por puro empirismo, que hay maldad y, por fortuna, bondad que, en parte, la contrarresta. Sólo de forma paliativa, en muchos casos, porque ¿qué pueden hacer las organizaciones humanitarias y las personas solidarias frente a una destrucción bélica masiva? Pero no me detengo en estas calamidades cotidianas y universales para referirme, específicamente, a la bola de nieve de la corrupción que estamos viendo rodar en España y que aún no sabemos a quiénes puede llevarse por delante. Ojalá que a los menos posibles, por pura higiene democrática.
La corrupción tiene, normalmente, un componente primordial de carácter económico, aunque no sea el único. El lucro puede ir acompañado de otros vicios, depravaciones e injusticias dañinas. Porque un cohecho o una prevaricación para beneficiar a alguien siempre perjudica a quien, en justicia, tenía derecho a una subvención, a una adjudicación contractual o a cualquier otro beneficio. Pero, fundamentalmente, el corrupto, «sólo o en compañía de otros» (como decía la famosa sentencia del crimen de los Urquijo), lo que hace es robar. Un ladrón no de pequeñas cosas, como el ratero de bolsos o tiendas, sino un profesional de la macroeconomía delictiva que, a la par que planifica su crimen –que espera perfecto–, busca la madriguera bancaria, el testaferro o el paraíso fiscal donde depositar lo apropiado para que, si es pillado, al cabo de una temporada a la sombra carcelaria, pueda pasarse el resto de la vida a la sombra de un oasis o similar. Es lo primero en lo que el malhechor de camisa blanca, sudada o no, piensa antes de meter la mano en el cajón del Estado o de grandes corporaciones y entidades de crédito. La prueba es que nunca se recupera un céntimo de estos desfalcos, como también ha ocurrido con el saneamiento o rescate bancario, que ya les vale.
Otra cosa en la que, supongo, repara detenidamente el ladrón en ciernes es el círculo de seguridad. Lo ideal sería actuar solo, pero eso, para lo que se pretende, es imposible. Y ahí aparecen los socios y cómplices que, con el tiempo, suelen acabar como delatores. Por cada vez que las policías descubren por sus pesquisas una trama de éstas, muchas veces más es la traición, el despecho o la obtención de beneficios penitenciarios lo que conduce al esclarecimiento de los hechos. Y ahora, con las tecnologías sofisticadas (también para copiar en los exámenes), cualquiera dice nada sin temor a estar siendo grabado, filmado o retransmitido. Es lo que está pasando en este culebrón que está destapando la UCO.
¿Y los corrompidos? Está claro que sucumben fácilmente a la tentación, máxime si es de elevada cuantía o beneficio. Por desgracia, el corruptor sabe ir ganándose la confianza y calibrando el grado de integridad de su interlocutor. Pero en el caso de gobiernos y administraciones, parece evidente que los muchos mandatos consecutivos pueden favorecer la habilidad persuasiva de los delincuentes.
Y repito que, ante todo, la corrupción roba. Un pecado mortal, diríamos, de libro o de tablas de Moisés. Pero esa larva de la ambición insaciable de lo ajeno tiene otros componentes. Aquí hemos visto el poder omnímodo; el sexo cutre y machista; la disponibilidad de ser una agencia de colocación, a cargo del Estado, para pagar favores indecentes y, sin duda, el estar por encima de otros a los que humillar, a veces por envidia.
Este amasijo de conductas tan poco edificantes, bien lo podemos enmarcar en lo que la Iglesia llama los siete pecados capitales. Posiblemente concurran todos. Ya se sabe, por laica que pueda ser la sociedad, que estamos ante tendencias humanas que llevamos todos dentro, con independencia del dominio que podamos ejercer sobre las mismas. Y, para concluir, en medio de este lodazal, relato una anécdota cómica para quitar hierro, por unos minutos (pronto habrá un telediario), a tan turbio asunto. Pues bien, estaban dos curas muy futboleros hablando de esa inclinación que llevamos dentro hacia los pecados capitales y uno, sincero, reconoció que él la sentía hacia los siete y que, si fueran once, pues los once. Y el otro apostilló: «Once ¡y el banquillo!».
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